jueves, 3 de marzo de 2011

Pequeña revuelta en los años sesenta

En el artículo anterior mencioné que el estudio de los estilos de aprendizaje se puso de moda en los años 60. Para darle sentido, pondré en antecedentes el aire que se respiraba a principios de siglo.

En esas décadas, la psicología estadounivense seguía el modelo del déficit. Implicaba que las personas eran por definición, normales (lo que aún quería decir que todo ser humano tenía las características definitorias de un varón anglosajón blanco, pero ese es otro debate). Se hacía una distinción dicotomizada entre el individuo normal y el patológico (lo que aún quería decir que la enfermedad es un rasgo y no un estado, otro debate con miga). Como consecuencia, en el ámbito escolar, un docente debería dar clase a un grupo de individuos con un mismo perfil estándar y realizar una intervención adaptada para aquellas personas con trastornos del desarrollo.

Ocurría, claro está, que existía un elevado número de alumnos que, sin tener ninguna enfermedad o daño cerebral, tenían problemas de rendimiento y suspendían materias, pero el estado solo proporcionaba ayudas económicas a alumnos con discapacidades "reales", cómo el alumnado con retraso mental o carencias perceptivas provocadas por una disfunción cerebral de algún tipo. El alumnado sano con problemas académicos tenía dos opciones: tratar de resolver su problema por su cuenta, o ser sobrediagnosticado como enfermo. En ambos casos el problema tendería a perdurar, sufriendo además el alumno en el segundo caso el potente estigma social que suponía entonces la etiqueta de retrasado mental.

El cambio comenzó en Chicago, en 1963. Fueron asociaciones de padres de estos alumnos con asignaturas pendientes los que reivindicaron que sus hijos podría beneficiarse de intervenciones pese a no ser enfermos.
Estas asociaciones de padres se consolidaron en la ACLD (Association for Children with Learning Disabilities). Nótese que son niños/as con discapacidades para el aprendizaje, no niños/as discapacitados para el aprendizaje. Implica el caracter pasajero o solventable del problema y deshace el efecto estigmatizador.

Fueron las reivindicaciones de esta institución la que propició una explosión de los estudios sobre diferencias individuales en escolares (como los de estilos de aprendizaje que hemos mencionado), aunque ya desde el año anterior Samuel A. Kirk había empezado a hablar de dificultades de aprendizaje, con lo que se refería a problemas en la adquisición de contenidos curriculares esenciales no relaciones con enfermedades orgánicas. Este profesional, cuya experiencia abarcaba desde problemas más biológicas (retraso mental) a contextuales (delincuencia juvenil) fue pionero en el ámbito de la intervención escolar. 

El gobierno dio respuesta a las exigencias de la ACLD a finales de los 60, cuando la definición de Kirk llega, con algunas modificaciones (cómo el hecho de que las dificultades de aprendizaje solo son aplicables a los niños) llega a legislación federal en 1969. La conceptualización fue clave a nivel sociopolítico, pues la definición señalaría a los beneficiarios de los proyectos para la integración de dichos alumnos. Más tarde en 1975, se aprobaría en la Ley Pública 94-142 el Education of All Handicapped Children Act, en la que se disponen ayudas para el alumnado cuyo rendimiento se vea desajustado con su capacidad intelectual normativa, medida en CI.

Desde entonces, han seguido habiendo avances en el campo de las dificultades de aprendizaje, y multitud de autores han propuesto diferentes abordajes más amplios o más restrictivos, pero la ley estadounivense sigue vigente hoy día.

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